Wagner contra Nietzsche. Ramón Bau

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Editorial EAS (2022)

Es de tal intensidad la relación de amor y odio que mantuvo Friedrich Nietzsche (1844-1900) con el músico Richard Wagner (1813-1883) que no puede entenderse la filosofía del primero sin comprender la estética del segundo, y viceversa. El especialista wagneriano Ramón Bau ofrece algunas claves para adentrarse en la obra de ambos autores de una manera sencilla y clara.

Si el título es lo suficientemente explícito –Wagner contra Nietzsche–, el subtítulo resume a la perfección la perspectiva del libro que nos ocupa. Se trata, en efecto, de un conjunto de “meditaciones sobre dos mundos enfrentados”, pero con un claro ganador. Obsérvese que Ramón Bau antepone el protagonismo en Wagner y no a la inversa, cuando es bien sabido que el bigotudo filósofo alemán fue quien más escribió sobre, a favor y en contra, del compositor. Pero un excelso conocedor de la obra y el pensamiento de Wagner como Ramón Bau no podía quedarse de brazos cruzados frente a la afrenta que, en su momento y hasta día de hoy, firmó Nietzsche sobre el otro con absoluta impunidad.

El libro de Bau se estructura en seis capítulos más un prólogo de Xosé Carlos Ríos en poco más de cien páginas que se leen con agilidad. Se abre con una justificación que presenta de manera resumida la tesis del autor, le sigue un capítulo que entrecruza las biografías de los dos contendientes y le sigue otro que glosa la importancia que, para ambos, consumió la filosofía pesimista de Arthur Schopenhauer y en el que se empiezan a acotar las diferencias ideológicas que les enemistaron. Cierra el libro un último capítulo de presunta reconciliación que, pese a ello, resulta significativamente demasiado breve para todo lo que le antecede.

Y no es para menos. Un sujeto como Nietzsche –quien a sí mismo se describe casi como un neurótico de manual– no se lo pensó mucho cuando comenzó a analizar los encontrados sentimientos que le provocaba una escucha atenta de la música de Wagner, hasta el punto de somatizar toda suerte de malestares, angustias y cefaleas. Léanse al respecto las páginas 45 a 47, donde refiere el estado de embriaguez y de éxtasis que le inspiraba y que luego se subvertía en intoxicación y un puro envenenamiento de su mente y sus nervios.

En defensa de Wagner cabe reconocer que quizá el filósofo estaba proyectando en el otro sus propios demonios personales, pues Nietzsche acabaría sus años ingresando en un manicomio (con fecha del 9 de marzo de 1889, para ser exactos). Por otra parte, Nietzsche da buena cuenta del extremado mal que la música wagneriana propiciaba en su sensibilidad, tildándola de “tortura para los nervios” entre otras “objeciones fisiológicas”: “ya no respiro bien cuando esta música obra su efecto sobre mí; y de inmediato mi pie se pone malo y se revuelve contra ella (…). Pero, ¿no protesta también mii estómago? ¿Mi corazón? ¿Mi circulación de la sangre? ¿No se revuelven mis tripas?” (pág. 98). Frente a esta música que enferma, Nietzsche defendía las músicas más ligeras como la Carmen de Bizet o cualquier ópera de Rossini.

Ante esta exposición tan desaforada de exabruptos contra su persona, Wagner no podía sino sentirse molesto y traicionado por un amigo que, desde su adolescencia, se había presentado a la familia como un fiel admirador. A los 16 años, por ejemplo, el joven Nietzsche ya lideraba una sociedad cultural –de nombre tan revelador como Germania– para financiar los caros caprichos escénicos de Wagner y poco tiempo después se ofrecería incluso como canguro para los hijos de Cosima y Wagner. De poco sirvió que este se preocupara luego por correr con los gastos médicos para tratar a Nietzsche (pág. 50), quien llegó a amenazar de muerte al mismísimo káiser en uno de sus delirios megalomaníacos (pág. 118). Al final, Wagner claudicó y reconoció que su antaño amigo padecía una histeria en toda regla, sobre todo a raíz de la publicación del Anticristo. Por su parte, Nietzsche no se quedaba a la zaga al acusar al Parsifal de su ópera homónima de ser más bien una mujerzuela histérica que se pasara el día rezando y temblando de puro éxtasis (pág. 51).

En este fuego cruzado no quedarán inmunes otros colegas de la profesión musical como Johannes Brahms, a quien Wagner detestaba (pág. 46) y del que Nietzsche declaró que le resultaba “un melancólico de la impotencia” (pág. 113). Por el contrario, para ganarse los favores ajenos, Wagner se mostraba muy pelota con Berlioz –con quien se carteaba a menudo–, Beethoven –a quien dedicó un ensayo entero– y Rossini –al que entrevistó durante los frustrantes años que pasó en París–. Sus ensañamientos y vanidades respectivas no fueron obstáculo para que otros músicos rindieran culto a uno y otro: Gustav Mahler, Richard Strauss y Frederick Delius reconocieron abiertamente su influencia (páginas 106-107).

Los malos rollos paranoicos de Nietzsche se extenderían luego hasta Lou Andreas Salomé, tal vez por sus turbias relaciones sexuales, a la que tildará de ser una mujer sin moral cuyo único deseo era motivado por el mero goce sin sacrificio (pág. 122). En esta insatisfacción personal habría buena parte de las causas que motivaron en el filósofo su rabia contra la vida en general y su envidia contra Wagner en particular, a tenor de lo que sugiere Ramón Bau en su escrito. A saber, que la infructuosa carrera musical de Nietzsche no hubiera cosechado el mismo éxito que su entonces admirado y ahora odiado Wagner. Ni siquiera las críticas que afilara contra él eran genuinas o innovadoras, pues muchas de sus aceradas observaciones en materia estética se las habría copiado de las proclamas anti-formalistas de Eduard Hanslick.

Bau no disimula en absoluto su posicionamiento pro-wagneriano o, mejor dicho, en contra de Nietzsche, como pretende demostrar al sacarle las tripas a Thomas Mann por declararse un simpatizante de la decadencia nietzscheana. Su interesado proselitismo le impide desarrollar menos acrítica y superficialmente el antisemitismo de Wagner, al que apenas dedica un par de páginas y al acertado dardo que Nietzsche le lanza a Wagner por hacer de su obra entera un panegírico germanófilo y militarizante. Y el bigotudo no pudo ser más claro: “¿Qué es lo que nunca perdoné a Wagner? Que condescendiera a los alemanes que se convirtiera en un Alemán Imperial, abrazando orgullosamente el Deutschland, Deutschland Über Alles, como si Alemania representara el orden moral mundial”. Y añade: “La escena wagneriana solo necesita una cosa para triunfar: Alemanes. Definición de Alemanes: Mucha obediencia y música de marchas” (pág. 111). La devoción que exigía Wagner para sí mismo había de ser tan ciega como la del lacayo que, a pesar de los malos tratos de su amo, prefiere la indignidad y la sumisión antes de arriesgarse a ser independiente y libre, según reza la filosofía vitalista de Nietzsche.

Éste comenzó a verle las orejas al lobo a partir del giro cristianizante que dio la obra wagneriana (y para muestra, el citado Parsifal), aunque él mismo fuera uno de los más prolíficos divulgadores de su música. No en vano, le dedicaría numerosos ensayos, desde los más positivos, escritos desde la rendición del fan más entregado, a los más insultantes y lacerantes de su última época: Wagner en Bayreuth (1876), Así habló Zarathustra (1885), Más allá del Bien y del Mal (1886), Genealogía de la moral (1887), El caso Wagner (1888), El crepúsculo de los ídolos (1888), El Anticristo (1888), Ecce Homo (1888), Nietzsche contra Wagner (1888); en todos estos títulos se puede rastrear la espesa sombra wagneriana que se cierne sobre el pensamiento del filósofo. El conflicto entre ambos, sin embargo, surgiría a raíz de la publicación de Público y Popularidad (1878) del propio Wagner en el que reseñaba –y no precisamente para bien– algunas ideas nietzscheanas sentenciándolas de miserables y de haber sido dictadas por intelectuales afines al judaísmo y que falsamente hubiera firmado Nietzsche (pág. 52).

Lo que no se le escapa al lector de Wagner contra Nietzsche  es que, aun siendo un ajuste de cuentas personal del autor, el interés de Wagner y Nietzsche por la emergente ciencia de la psicología era harto evidente. Por eso, Bau saca a colación que a Wagner se le consideraba no sólo un artista de primer orden, sino incluso alguien que, con su música, conseguía sanar a aquellas personas que padecían las neurosis propias de una sociedad materialista, que apuntaba maneras subversivas hacia el presente capitalismo (pág. 42) y, paralelamente, se despertaba en Nietzsche la necesidad imperiosa de componer toda una teoría psicológica en relación con su propio análisis de la somatización que la música de Wagner ejercía sobre su organismo. Pero donde Nietzsche dio en la diana sin ninguna posibilidad de reproche es en admitir que la institucionalización del Teatro de Bayreuth con fines propagandísticos –como décadas más tarde explotaría hasta la náusea el gobierno nacionalsocialista– fue la prueba más fehaciente de que Wagner se había transformado en un mero producto del mainstream de su época que, por desgracia, todavía perdura como tal y no por la valoración objetiva de su obra per se. + info