Rocío Molina: Caída del Cielo

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Temporada Alta
El Canal, Salt. 18 de noviembre de 2016

Cuando Rocío Molina está en el escenario, toda ella, en cuerpo y alma, desprende el arte de la danza. Sus movimientos, sus gestos, sus miradas, su boca, su figura, sus manos, sus pies, su pelo, sus sonidos, e incluso sus silencios, están, todos ellos, en función de lo que quiere transmitir, de lo que quiere expresar. Se ve incluso en la reacción del público que, durante el espectáculo, se mantiene en un respetuoso silencio, roto en contadísimos momentos por aplausos incontenibles, casi tímidos, para desembocar, al acabar, en una cerrada y entusiasta ovación que parece no tener fin.

Habíamos visto a Rocío Molina el pasado año en el mismo espacio y en el mismo festival, presentando Afectos, y ahora nuevamente El Canal y el festival Temporada Alta la volvía a acoger, esta vez con su nuevo trabajo, Caída del Cielo, que se acababa de estrenar en el Théâtre National de Chaillot , en París, de donde ella es artista residente.

Y cuando hablábamos de su actitud en el escenario y nos referíamos a sus silencios, lo hacíamos porque esta nueva obra que nos ofrecía, consta de dos partes. Es como un díptico, como nos decía la bailarina, con influencias, entre otras cosas, de El Jardín de las Delicias, de El Bosco, o del arte grotesco, concretamente de Los Caprichos de Goya. «Con un comienzo muy angelical, con mucha amplitud, muy blanco, muy puro, con una belleza impoluta, algo tan perfecto, tan bonito que nos planteábamos si nos podía llegar a aburrir», apuntaba ella. Y en esa primera parte del espectáculo, del díptico, se presentaba un reto importante: «Por fin he conseguido después de muchos años acercarme de verdad al silencio, que no es un silencio marcado, no es un silencio cantado, es un silencio de verdad, pero por el movimiento, no es un silencio coreografiado. Para mí es el silencio absoluto». ¿Y cómo traslada esa idea tremendamente teórica a su obra?

Empieza la misma con una intervención de los músicos de forma casi estridente, la formación al fondo del escenario, con el bajo distorsionado de José Ángel Carmona; con Eduardo Trassierra y la guitarra eléctrica a todo volumen; acompañados de la batería que manejaba de forma potente Pablo Martín Jones; y el cajón de José Manuel Ramos “Oruco”, que ayudaba en las percusiones. Tras esos momentos de potencia musical, y con la guitarra desapareciendo lentamente en un último acorde, mientras se apagan los focos, aparece en el centro del escenario Rocío Molina, con vestido blanco de gitana, de cola muy larga, dispuesta a mostrarnos como es ese silencio que ella quiere transmitir. De pie, hierática, con leves movimientos que se insinúan, más que se ven, nos vas interpretando una danza sin sonido, un sonido que no existe, igual que el baile, pero que vamos intuyendo en nuestro interior, con lo que deja de no existir y se hace realidad. Son casi veinte minutos donde, como decíamos al principio de la crónica, es toda ella la que baila, ese baile contenido, insinuado, pero plagado de matices que nos trasladan a un mundo donde el baile no necesita ni música ni movimiento para, en ese cielo imaginario, en esa sociedad que algunos quieren que sea perfecta, aunque ficticia, se exprese en toda su amplitud. Protagonismo de las manos, de los brazos, de las piernas, de los pies, del cuerpo, un cuerpo que se repliega en sí mismo y evoluciona a ras de suelo, pero sin perder en ningún momento los movimientos que nos evocan ese baile contenido que interpreta ella, utilizando todos los recursos: el traje, el temblor controlado del cuerpo, las expresiones de la cara, fundamentales, consiguiendo, por momentos, imágenes antropomórficas resultado de la fusión óptica de su cuerpo con el vestido. Unos movimientos que, por momentos, se aceleran, para volver a la quietud, ahora sí, con unos sonidos electrónicos que los acompañan, hasta que, después los minutos de silencio, cambian las luces blancas por las rojas y ella se desprende de su vestido y como una Venus de Boticelli que surge no de una concha, si no de la tela que está a sus pies, y que, como aquella, abandona ese mundo de perfección ilusoria y se adentra en la realidad, en otro mundo donde el jaleo, en el amplio sentido de la palabra, reina.yH5BAEAAAAALAAAAAABAAEAAAIBRAA7 - Rocío Molina: Caída del Cielo

Y llega esa ruptura, esa ruptura muy brusca que como nos decía es la de elegir vivir: «Para mí, elegir vivir es bailar mucho, cantar mucho, comer [sonreía], no esconder la provocación, la mezcla con las personas, el arte, la sexualidad, toda la libertad máxima; que ahí si me acerco yo, y a mi baile. Pero cuando eliges vivir, también eliges sufrir» Y aquí llegan esas referencias a El Jardín de la Delicias, a esa parte oscura que, de forma maniquea, podemos definir como un infierno, en contraste del cielo que antes nos ha presentado. ¿Y cómo traduce ahora esa idea en su espectáculo, Caída del Cielo?

Lo primero que vemos es esa inclusión de la música, esa participación activa de los músicos, no solo como tales, sino, en muchos momentos, como complemento esencial de su baile, un baile que podemos dividir en varias etapas. Así mientras José Ángel Carmona canta a capela una tema ―que, nos decía la bailarina, no siempre es el mismo, en ese afán de darle un aire de improvisación a la obra, que han querido mantener siempre―, ella se va transformando, en escena, en un alter ego de una de sus referencias favoritas, por no decir la que más, y así, desde los pantalones, que le cubren las piernas, hasta la chaqueta, en cuya espalda podemos leer el apellido de Carmen Amaya bordado en letras góticas, llega ese primer frenesí de baile y de vida. Primero con los pitos, luego el taconeo, paulatinamente, sin brusquedades, hasta que la acompaña la guitarra de Eduardo Trassierra, y vuelve la voz de José Ángel Carmona, mientras va creciendo el baile en envergadura y llegan esos típicos saltos que ella efectúa cayendo de rodillas, desde donde sigue desarrollándose su baile, en ese acercamiento al suelo que está presente en todos sus espectáculos de una forma u otra.

Llega un divertido juego con unas bolsas de patatas fritas que, con la bailarina vestida con unas tiras de cuero en un estilo bondage, y un sombrero cordobés, acaba, una de las bolsas, enganchada a su braga de una forma absolutamente simbólica. Y así, cual jinete a caballo, empieza esta otra parte del espectáculo. En un juego del baile con la guitarra acompañándola y con esas patatas que van surgiendo de ella y que lanza al final al aire, en una especie de culminación de un baile lleno de significado sensual.

Ahora son los músicos los que, con unos panderos cuadrados, toman la escena para dar pie a uno de los números más vistosos, donde las percusiones, con palmas, taconeos y las baquetas rebotando sobre el suelo, se unen a las de Rocío Molina, que armada con un palo tan alto como ella con el que va percutiendo en el suelo mientras baila y taconea, y vestida con una bata estampada con capucha, como de boxeador, se va moviendo entre los músicos que están situados formando un cuadrado por el que ella evoluciona. Este fue uno de los momentos en los que los espectadores no pudieron reprimir los aplausos.

Cambia, y ahora es la voz y la guitarra que la acompañan mientras el bastón se ha convertido en un elemento coreográfico con el que ella va jugando mientras por un instante nos llegan aires de esa Leyenda del Tiempo que nos trae recuerdos de Camarón de la Isla. Nuevamente aplausos, aunque por última vez hasta el final.

Uno de los momentos más impactantes, más provocadores, como decía ella que era, en suma, todo el espectáculo de alguna manera, llegaba en ese momento cuando Rocío Molina envolvía sus piernas, a modo de larga falda, con un plástico bañado en tinta roja, a modo de sangre, y con esa especie de útero que ella iba arrastrando, evolucionaba por el escenario, con una cámara cenital que proyectaba su imagen en el fondo del mismo, creando una doble realidad en dos planos complementarios que nos acercaban a ese aspecto trágico de la vida, tragedia de muerte pero también de esperanza, sangre que se vierte para morir y que también es presagio de una nueva vida, dejando un rastro que como una biografía cromática, iba llenando la escena explicando la historia que nos acompaña a todos.

Con un vestido rojo-burdeos, va llegando al final de esa vida digamos terrenal con que ha contrastado el principio de silencio, con unos músicos que van aumentando el volumen de sus instrumentos en una vorágine de movimientos convulsos y sonidos frenéticos que se apoyan en una guitarra eléctrica imitando la voz, acabando casi bruscamente en un dialogo del cante, primero, luego la guitarra, y siempre el baile, con la belleza en forma de flores y de racimos de uva que ella va colocando por su cuerpo para forma una especie de bodegón hedonista. Es entonces Pablo Martín Jones quien, con la batería, que se acentúa con las luces, nos traslada a una discoteca, donde la bailarina va evolucionando hasta que sus acompañantes, vestidos con unas oportunas camisas de estridentes colores, nos llevan a ese baile final, a ese recuerdo de esos grupos como Los Chichos, Los Chunguitos, y muchos más, con su personal rumba flamenca, que ella baila de una forma alegre y desenfadada, mientras va repartiendo flores entre el público evolucionando junto a ellos. Y así con una aceleración del ritmo y nuevamente Rocío Molina en escena, de la que desaparece, acaba la obra.

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Un espectáculo en el que la música, bien suya o bien adaptada, busca el camino de la tradición, con homenajes a aquellos a los que va dedicado el mismo. «Acompañada desde los cielos por Carmen Amaya, Camarón de la Isla, Enrique Morente y Paco de Lucía», dice. Con un fragmento de Omega, Asesinado por el cielo, nos remite a Morente;  con la guitarra volando por bulerías, como la hacía volar, al maestro Paco de Lucía; a Camarón   esos aires de Leyenda; y a Carmen Amaya presente en todo momento, hasta con su nombre anunciándolo. Y así, soleas, bulerías, milongas, rondeñas, y muchos palos más, van desfilando, hasta llegar a ese final flamenco: «Para ―nos decía― aquel que le guste bailar».

Un espectáculo polémico, según ella, más que otros anteriores. Un trabajo que la propia Rocío Molina ha coreografiado y, que junto a Carlos Marqueríe, ha dirigido; con un diseño de vestuario de Cecilia Molano y la producción del Théatre National de Chaillot y de su propia compañía.

Rocío Molina en estado puro, con una apuesta, nos decía ella irónicamente, con la que los espectadores: «O se fidelizan, o se despiden». Una reflexión de dos años junto a Carlos Marqueríe en la que han querido crear a través del trabajo en el estudio, de la conversación y las propuestas con los músicos, y de las barbacoas, que explicaba, es donde surgían muchas de las ideas. Una obra donde se ha querido mantener esa idea de la improvisación, donde ella busca la sorpresa ―les dice a los músicos que le cambien las canciones, las letras, sin decírselo, para darle ese aire nuevo a las representaciones―, porque no quiere hacer un espectáculo cerrado, acabado, con el peligro que tiene la repetición mimética. Cada día ha de ser distinto para, eso nos parece a nosotros, lograr esa gran improvisación, pero sobre una base absolutamente estructurada. + Info | Relacionados Texto:  Federico Francesch | DESAFINADO RADIO  

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