Malandain Ballet de Biarritz: Noé.
Malandain Ballet de Biarritz
Porta Ferrada, Sant Feliu de Guíxols 26 de julio de 2019
Thierry Malandain nos plantea su visión del mito de Noé, como imagen del renacer de la consciencia, como una historia que acaba mal, pero que, a la vez, por ella misma, deja un lugar a la esperanza, porque si ocurrió una vez, ¿por qué no puede volver a ocurrir?
Y para presentarnos esa historia de connotaciones sagradas para las religiones del Libro (judía, cristiana y musulmana), que también encontramos en muchas otras culturas de nuestra historia —desde Mesopotamia a la América precolombina, pasando por otros muchos lugares—, ha contado con 18 bailarines, una misa de Giacomo Rossini, y un escenario y un vestuario pleno de simbología.
El Malandain Ballet de Biarritz es una compañía profesional nacional francesa, ubicada en la ciudad vasco-francesa, que dirige Thierry Malandain desde el 1998. Autor de más de 80 coreografías que se representan por todo el mundo, es considerado como uno de los renovadores del ballet clásico, aunque él no habla de renovación, sino de evolución, como explica: «La información incluida en el ADN puede cambiar con el paso del tiempo. Lo que da como resultado la diversidad de las especies, la evolución. Y por eso mi danza es germen de variaciones. Clásica para unos, contemporánea para otros, hereditariamente neoclásica, yo simplemente intento encontrar la danza que realmente amo». Bailarín clásico que fuera en su juventud, este coreógrafo ha tomado la historia de Noé como punto de partida para una reflexión que nos lleva más allá del contenido descriptivo de la misma, buscando la esencia de ese renacimiento que representa no solo con relación a la humanidad, sino al ámbito puramente personal.
Para ello se ha valido de una de las misas compuesta por Giacomo Rossini, la Misa de Gloria. Se trata de una obra del 1820, formada por un Kyrie y un Gloria. Musicalmente asentada sobre instrumentos de cuerda y viento —madera y metal—, precisa de dos tenores, una soprano, una contralto, un bajo y un coro mixto. Sin ser la más conocida de él, sí que es una de las más bellas. Absolutamente operística, con verdaderas arias —incluida una caballeta, lo que dio lugar al repudio de la misma por las autoridades eclesiásticas—, lejos de la más conocida Misa Solemne, pero mucho más adecuada para el ballet —al menos, después de ver la coreografía de Thierry Malandian, así nos lo ha parecido.
En Noé, casi se prescinde de la representación de los animales en la escena, porque son las relaciones humanas de los personajes que aparecen en la historia, y del grupo, verdadero protagonista de la misma, las que se muestran, como un relato universal de la evolución humana; y de la evolución de cada uno de nosotros.
Lo primero que hace el coreógrafo es desnudar el escenario, con unas enormes cortinas metálicas, cerrándolo por los costados y el fondo que —por los cambios de color de las mismas y los movimientos verticales que van adoptando— adquieren protagonismo en algunos pasajes; un banco que cruza el escenario horizontalmente, en toda su amplitud, elemento muy importante en muchos momentos; y un vestuario atemporal, de faldas con vuelo para las chicas y chalecos ajustados para los hombres, en tonos alrededor del ocre; vestuario que desaparecerá simbólicamente hacia el final de la obra.
La formación del Malandain Ballet de Biarritz que pudimos ver en Porta Ferrada —un regalo para los espectadores, en uno de los mayores aciertos del festival—, era de 18 bailarines, 9 chicas y 9 chicos —el ballet está pensado inicialmente para 22 bailarines—. Un cuerpo de baile impecable, con una base muy acusada de danza clásica, pero que saben llevar más allá de lo ortodoxo, con una evolución que, sin dejar las referencias, consigue adaptarse a las exigencias de la obra, con connotaciones que nos recuerdan a otras formas de expresión corporal.
Los bailarines, siempre presentes, nos transportan, ya desde el principio —con sus movimientos erráticos por la escena, creando una especie de ola, que se repetirá de diferentes maneras a lo largo de la representación—, a ese diluvio que la escenografía nos evoca, mientras tres personajes se abren paso en el centro para representar a Seth, Caín y Abel. Asistimos entonces al asesinato de Abel, como principio de los males que la humanidad crea en su entorno y como preludio a ese renacimiento que, con la destrucción, intentará que la humanidad abandone la senda del mal que ha seguido desde el principio de los tiempos. Una imagen, ésta de Caín volteando a Abel asido de las piernas hasta dejarlo caer como un muñeco, que se repetirá al final.
El cuerpo de baile estará en escena durante toda la obra, con los omnipresentes movimientos grupales milimetrados —alternando con los momentos de los dúos y los pequeños grupos de tres o más bailarines—, destacando por la magnitud de las composiciones que ofrecen. Así, los movimientos ondulantes del grupo, con los brazos entrelazados en una sucesión de gestos que se repiten y que se suceden de forma ininterrumpida, como un oleaje que nos recuerda las aguas que rodean el Arca; los desplazamientos por la escena de forma, a veces, aparentemente libre, otras con una uniformidad escalonada de los bailarines; golpeando con los pies siguiendo el ritmo que propone la música; formando círculos o largas filas que van moviéndose de forma ligera o muy marcada, según lo exige el momento; consiguiendo momentos estéticos llenos de belleza: Los cuerpos usados como piedras sobre el banco, como pasarela para el tránsito de una de las bailarinas; el círculo de hombres que gira a la vez que la mitad de ellos, de forma alternada, adopta una posición horizontal sostenidos por sus compañeros; las posiciones de frente, de espaldas, escalonadas, en movimiento, estáticas, con el braceo ondulante, con el cuerpo, las piernas, percutiendo, que se desarrollan sobre el banco; o, cuando ya despojados de sus ropas, danzan con movimientos rituales, los brazos abiertos y elevados al cielo, evocando el cuadro La Danza, de Henri Matisse —una más de las imágenes que nos recuerdan el fauvismo francés, como otras lo hacen con el futurismo italiano, dos de los estilos artísticos presentes en la obra—. Unas danzas, a veces brutales, a veces delicadas, que beben de fuentes tan diversas como las tradiciones folclóricas, o movimientos cotidianos aparentemente banales; unas danzas telúricas donde los brazos se anudan y se mueven en ondas, los pies golpean y las cabezas recitan el ritmo, siempre con una referencia, sutil, pero presente, a la danza clásica.
Y es precisamente en medio de estos bailes grupales, donde encontramos, posiblemente, los momentos más cercanos al clasicismo, con varios pas de deux; magnífico el de los personajes de Noé y de su esposa Emzara, al estilo “malandain”, combinando jettés, con movimientos en el piso, y otros nada ortodoxos; la representación de La Paloma y El Cuervo, con unos amplios vestidos —blanco, el de ella, y negro, el de él—, creando unas imágenes preciosas de líneas puras, al jugar con las vaporosas telas, de acentos orientales; o las evoluciones de Adán y Eva, con el bellísimo porté que van contagiando al resto de los bailarines; todos ellos con esa sofisticación que tanto gusta a Thierry Malandain.
Las tres partes de Kyrie y las siete del Gloria, en las que se divide la partitura, nos van explicando, desde ese principio que representa la muerte de Abel, los momentos en que los habitantes del Arca van viviendo, hasta la vuelta de la paloma —símbolo de la paz y el bien, mientras que el cuervo no retorna, presagio negativo—, que les indica que ya pueden abandonar su voluntario cautiverio; momento en el que se despojan de su ropa —como símbolo de una nueva existencia, de un renacimiento que el exterminio de toda vida en el exterior les ha proporcionado—, como nuevos pobladores de la tierra; hasta que, como la rueda que siempre gira, volvemos a ver ese asesinato con el que comienza el ballet. Una visión llena de pesimismo pero que, como decíamos, da un toque de esperanza, porque nos dice que si una vez se pudo revertir, porque no puede pasar nuevamente.
A través de una adaptación del relato mítico siguiendo la estructura más tradicional del ballet clásico, es capaz de llegar al público gracias a la fusión de lo clásico y lo contemporáneo, tanto a nivel cultural y social —dos épocas totalmente distintas, la que nos presenta y la actual—, como en la coreografía —que puede evocar a trabajos de Nacho Duato y, especialmente, de Martha Graham, por los movimientos grupales que comentábamos—, en esta concepción neoclásica de la danza que Thierry Malandain concibe en una constante evolución.
Muchos críticos han comparado la importancia de esta coreografía, dentro de la obra de Thierry Malandain, como la que tuviera en su momento Blake Works para William Forsythe. Lo que sí es cierto es que entre las más de 80 coreografías del artista francés, ésta tiene una importancia muy relevante porque ha conseguido con Noé —este nuevo Adán surgido del agua y no de la tierra—, un momento culminante dentro de su evolución como coreógrafo. Sorprende con su carácter agresivamente romántico, apasionado y reservado a la vez, escogiendo la abstracción y el simbolismo para su puesta en escena. Como él mismo Thierry Malandain dice, lo que ha querido conseguir con este Noé es: «Una danza que no solo deja la huella del placer, sino que busca reconciliarse con lo sagrado como respuesta a la dificultad de ser.»
Un consejo para acabar: El próximo 24 de mayo tendremos al Malandain Ballet de Biarritz en el Teatre Auditori de Sant Cugat con la obra Marie-Antoinette. Otra cita imprescindible. +Info | Relacionado | Texto: Federico Francesch | DESAFINADO RADIO