Omar Jurado y Juan Miguel Morales. Carlos Cano: Voces para una biografía
Carlos Cano Producciones / Diputación de Granada (2020)
Se cumplen ya dos décadas de la muerte de Carlos Cano y es muy grande el vacío que dejó en muchas almas. Omar Jurado ha compuesto una memoria polifónica sobre su recuerdo, acompañado por el testimonio gráfico de Juan Miguel Morales. En un país que se olvida tan pronto y tan fácil de tantos muertos en una guerra civil no sorprende que se ningunee de tal modo a artistas de la relevancia de un Carlos Cano. Conste que no decimos magnitud; no por no merecérselo (que sí, y a espuertas), sino porque Carlos Cano no gozó de la celebridad de otros artistas de la copla que, en ese caso, sí fue inmerecida. Y es que no hay más que ser viuda de torero o favorita de Caudillo para que jaleen cualquier becerrada con boato de fiesta mayor. Cano fue, en cambio, poco amigo de facilidades ni de favores debidos, y eso le pasaría factura en vida. Cano le devolvió a la copla su valor como canción-protesta, que era su verdadero sentido en los tiempos de la II República. Martirio le definió como un cruce entre Jacques Brel y Miguel de Molina, y no le falta razón, pues cantaba la copla con grave seriedad, sin el trato irrisorio de las folklóricas de turno que le dieron ese aire tan casposo con el que malamente se le conoce. Carlos Cano despojaba la copla también de ese señorío burgués que tan pomposamente cimbrea esa casta de artistas a los que tan sólo mencionan cuando salen en las galas de televisión, aquellos que cantan con una rigidez uniformada y diseñada para un gusto de consumo efímero. El estilo de Cano he tenido su descendencia en Mayte Martín, María Rodés o Silvia Pérez-Cruz; ha merecido duetos con Montserrat Caballé, Compay Segundo o María Dolores Pradera, pues la ductilidad de su voz casaba con cualquier género y tesitura. Tal vez fuera ésa la feliz consecuencia de una vida errante que le llevó en sus mocedades hasta Suiza, Alemania y Francia como currelante antes de subirse a un escenario. Y es que Cano aunaba en un mismo espíritu su naturaleza granadina, su adopción gaditana, su querencia por América Latina y su paso emigrante por Catalunya, donde se embebió de la Nova Cançó. También se dejó seducir por las canciones de carnaval (murgas y chirigotas); luego vendrían el fado, el tango, las habaneras y, por supuesto, la poesía de Lorca y Kavafis. Granjearía amistades férreas con Pablo Milanés, José Saramago –con quien iba a embarcarse en un proyecto que finalmente no fructificó– y Rigoberta Menchú, quien le conminó a reivindicar con su voz los derechos de las minorías étnicas, ya fueran indígenas o saharauis. Sus muchas labores humanitarias le valieron ser reconocido por la Unesco en 1998 como ejemplo de Artista por la Paz, predicción que ya se veía venir cuando en sus inicios apoyó en plena dictadura al Sindicato de Obreros del Campo (SOC) tras enrolarse entre las filas que firmaron el Manifiesto Canción del Sur. Que Cano cantara mejor las penas de la pérdida se entiende porque le remitía a los emigrantes andaluces, a los republicanos represaliados por sus compadres, a las humillantes lágrimas de Boabdil cediendo a la castración católica, a la herida abierta que dejó la traición a Federico García-Lorca en el inconsciente granadino. No pasa desapercibida en este libro la ambigua relación de amor-odio que Cano sentía por Granada, esa ciudad de pan de oro con el que tapa sus claroscuros históricos. Prueba de ello es su interés por el islamismo y las raíces dejadas en la psique andalusí, pero también el hecho de que, a mediados de su carrera, se negara a seguir cantando la Verdiblanca porque el PSOE se había apropiado de todos los signos de identidad del andalucismo al fagocitar como un dragón al PSA (Partido Socialista Andaluz), sirviéndose del citado tema musical para su propia campaña política sin pedirle ningún permiso a Cano. Para él, siguiendo el ideario de Blas Infante, el andalucismo debía entenderse como distintivo racial, más que social. Finalmente, Cano cedió su himno Verde, blanca y verde a la Fundación Alhambra a cambio de un dinhar del antiguo reino de Granada, un acto simbólico con el que zanjaba deudas con el pasado histórico de su ciudad. Su ácrata militancia le hizo crecer más enanos que amistades, despuntando su nombre en las listas negras de algunos concejales de ayuntamiento por sus críticas contra la OTAN, la apropiación de la democracia por parte de la Casa Real durante la Transición española y por el reinado de taifas que fuera el gobierno de Felipe González, terminando sus últimos años con un profundo desencanto tanto con la música como con la política nacional. Pero, como bien acertadamente apunta el cantaor Manuel Gerena en este libro, un cantautor deja de ser útil al gobierno cuando se derrumba el anterior y llega uno nuevo, aunque sea del mismo color ideológico del cantante. Y es que al poder siempre le molesta que el bufón hasta entonces consentido comience a decir las mismas verdades como puños que hasta ahora decía, empezando por denunciar la falta de sinceridad, siguiendo con la pérdida de la honestidad y acabando con el cese de la libertad. Como se ve, no todas las personas que intervienen en este libro hablan de Cano desde el aprecio, pues tuvo detractores toda la vida. Es lo que tiene la malafollá granadina que fue otro de los rasgos característicos del cantante.
Carlos Cano era sabedor de una personalidad caleidoscópica. Unos versos escritos poco antes de su muerte testifican esa visión tan plural de la vida: “Sabed que he sido brujo, escritor, cantante, morisco, gitano, bereber, sirena, gayamba, monjita de convento, bandolero, pirata, guerrillero, abogado de pobres, contrabandista y justiciero”. Tras la primera operación coronaria, que le dejó la salud muy mermada, aseguró que sólo por esa vez parecía haberle ganado la batalla a la muerte. Ésta no tardaría más de un lustro en regresar, ahora ya definitivamente. Voces para una biografía (2020) viene a llenar el hueco que abrió el silencio tras su deceso, tan sólo contaba con dos únicas biografías oficiales publicadas hasta la fecha. La primera data de inicios de los ’80, en la colección de Los Juglares que editaba Júcar con un ecléctico pero certero criterio que hoy resultaría inviable. La última biografía oficial antes del libro que nos ocupa es la firmada por Juan José Téllez: Carlos Cano. Una vida de coplas (2004, Andalucía Abierta).El libro que ahora comentamos está compilado por Omar Jurado, quien orquesta un retrato coral del cantante a partir de entrevistas y recuerdos de amigos, familiares y colaboradores de Carlos Cano. Entre sus más de 350 páginas se intercalan fotos, versos del propio Cano e incluso poemas inéditos como el que inspiró un proyecto fotográfico de Juan Miguel Morales que desgraciadamente no pudo ver la luz. Da la casualidad de que Morales había sido durante mucho tiempo el fotógrafo de confianza de Cano desde que éste publicara El color de la vida (1996, EMI). En cuanto a Omar Jurado, confiesa al inicio del libro el amor –más que admiración– que profesaba su abuela por Carlos Cano, al que describía como un hombre alto, guapo y morenazo que cantaba con voz de tango. Voces para una biografía se abre con una sentida dedicatoria al abuelo de Cano, fusilado junto a la tapia del cementerio de Granada durante la Guerra Civil. Esta licencia no es un mero capricho de los autores. Pareciera que esa trágica ausencia hubiera marcado a fuego el alma de Cano, para quien las tres palabras arquetípicas que sintetizan el universo eran vida, amor y muerte. No en vano, Cano fue criado en un matriarcado encabezado por una abuela viuda y una madre soltera, ambas de extremada cultura, factor que, en relación con el género en aquella época de grisura franquista, resultaba a todas luces una osadía. Quizá por esa raíz cercenada todo el mundo coincide en la melancólica mirada de Carlos Cano, en su casi patológica timidez –que sanaba de manera automática en cuanto arrancaba a cantar–, en su media sonrisa que nunca terminaba del todo, en su humildad. Son muchos los invitados en este libro que dan su recuerdo sobre Carlos Cano. Están Gonzalo García Pelayo, Jordi Sierra i Fabra –impagable relato el que brinda sobre su primer encuentro, él como jefecillo de cuello apretado y Cano como subordinado insubordinado–, Paco Ibáñez, Luis Pastor, LLuis Llach, Pasión Vega, Antonio Gala, Jaume Sisa, Leo Brouwer, Ian Gibson, Marina Rossell, Santiago Auserón, Gualberto (de los Smash), Federico Mayor Zaragoza –que conoció a un jovencísimo Carlos Cano cuando ejercía de rector en la Universidad de Granada–, además de un largo etcétera. Cada testimonio puede leerse como una pequeña historia independiente en la que Carlos Cano es a veces protagonista y otras tan sólo una excusa para hablarnos de algo distinto que sin embargo define muy bien su carácter y persona. No obstante, compartimos con su esposa Alicia la rabia que supone sepultar tan calladamente el nombre de Carlos Cano mediante el ostracismo o el interés ajeno. No puede haber más consuelo en unos versos del propio Cano que rezan así: “Por qué tanto padecer, / para qué tanto quebranto / si acabaremos en flor, / Dios mío, si somos nardo / Parte somos del cariño / de animalitos del campo, / de pajaritos del cielo, / nubes, sueños, desencanto. / Por qué tanto padecer, / para qué tanto quebranto”. No puede si no ser un hombre bueno quien pariera epitafios tan bellos como éste: “Hoy sé que lo primero / es decirle a la vida / que la quiero” + info | relacionados | Fotos: Juan Miguel Morales